congregada por ese entonces en la Coordinadora Democrática, intentaba activar un referéndum revocatorio previsto en la Constitución de 1999, a fin de recortar el mandato presidencial de Hugo Chávez. Aquel mecanismo se presentó como el medio democrático y pacífico para resolver la dura confrontación política en la que Venezuela estaba sumergida. Era una novedad constitucional que el propio Chávez había propuesto en su primera campaña electoral por la presidencia del país en 1998 con la promesa de que “si el pueblo no me quiere, a mitad del periodo presidencial me puede echar”.
Sin embargo, el Consejo Nacional Electoral (CNE), ya entonces bajo su control, puso todo tipo de obstáculos y reparos contra aquel intento democrático. En esas lides destacó Jorge Rodríguez, uno de los cinco directivos del CNE. Luego fue vicepresidente ejecutivo de Chávez y, posteriormente, principal asesor y operador de Nicolás Maduro.
Entre los impedimentos y dificultades impuestos por el organismo electoral que se suponía debía facilitar la consulta, a Rodríguez se le ocurrió una norma de carácter “sobrevenida” para activarla, puesto que, alegó, no había reglamento que normara el procedimiento. Los interesados, es decir, la oposición, debían recoger un mínimo de 2,4 millones de firmas, el 20% del padrón electoral, para poder convocar el revocatorio.
El proceso debía ser público, es decir, en la calle. Esta circunstancia (también sobrevenida) fue usada por los grupos de civiles armados al servicio del gobierno para acosar, agredir y atemorizar a los participantes. Pero más allá de las dificultades físicas y seudolegales impuestas, lo que más pervirtió el proceso fue la retórica de Chávez. Desde su investidura como presidente amenazó, tergiversó los hechos, se burló de los firmantes, mintió abiertamente y aseguró que el revocatorio nunca ocurriría.
En lo que constituyó un auténtico viacrucis ciudadano, la oposición se vio obligada a recoger en dos ocasiones durante ese 2003 el número de firmas necesarias. Las dos veces Chávez aseguró que se había cometido un gigantesco fraude. Eso pese a que el CNE controlaba el proceso y que en la segunda oportunidad hubo presencia de observadores de la OEA, organismo con el que se peleó públicamente.
Este “estilo” indignaba a sus oponentes (varios millones de venezolanos) y entusiasmaba hasta el delirio a sus seguidores (otros varios millones de venezolanos). Desde que ascendió al poder en 1999 el liderazgo de Chávez dividió a Venezuela como nadie lo había hecho hasta ese momento. Su discurso era tremendamente excluyente. Los opositores eran apátridas, escuálidos y fascistas. No eran pueblo. Con ellos no había acuerdo ni diálogo posible.
Además de lo catastróficas que a la larga resultaron ser sus políticas, su principal legado fue haber envenenado la vida pública venezolana. Amistades y familias se rompieron por estar a favor o en contra de él. El país se polarizó. El centro político desapareció.
Esta es la razón por la cual a muchos venezolanos ese estilo pendenciero les recuerda al del actual presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. La inédita polarización política de esa sociedad también les trae recuerdos.
Es más, esa comparación de entrada ofenderá a todo aquel que simpatice con el presidente norteamericano.
¿Qué tiene que ver Trump con Chávez?
En principio nada. Los objetivos políticos de uno están en las antípodas del otro. Trump es enemigo acérrimo del socialismo, amigo de la inversión privada, bajó impuestos, desreguló la economía y ha asumido el programa conservador estadounidense. Exactamente todo lo contrario de lo que Chávez le impuso a Venezuela.
Pero se parecen en una cosa: el estilo. El populismo no es una ideología, es un estilo de hacer política. Un estilo que se caracteriza por el personalismo del líder, que polariza, confronta, descalifica a sus oponentes y desprecia las reglas de la democracia. Sólo si gana es legítimo el resultado, si pierde es que hubo fraude. No puede ser de otra manera puesto que el pueblo (esencia del populismo) está con él.
Por un curioso proceso que los expertos en psicología de masas tendrán que explicar, ese tipo de líderes despiertan unas pasiones irracionales en las masas. O se les apoya o se les detesta con ardor.
En América Latina hay una larga lista que empezó con el general Juan Domingo Perón, en torno al cual la vida nacional de Argentina se polarizó por tres décadas, luego de las cuales no han faltado políticos que sigan intentando exprimirle votos.
En este siglo vimos una moda de presidentes populistas con discursos de izquierda en la región: Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Néstor y Cristina Kirchner, y más atemperado Lula da Silva. El mismo estilo y los mismos resultados: sociedades divididas y enfrentadas. Cierta intelectualidad post-marxista se entusiasmó mucho con esta corriente porque el populismo aporta la legitimidad del apoyo popular por medio de la democracia. Al menos ese era el razonamiento del filósofo Ernesto Laclau, principal teórico del tema.
Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero han sido otros entusiastas de la moda intentando venderla en España. Ingenuamente, hay que decirlo, porque resulta ser que el populismo (oh sorpresa) también puede saltar desde la derecha.
Ahí tenemos el caso de Jair Bolsonaro en Brasil. Elegido por muchos de los que antes votaron por el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula. ¿Bolsonaro es menos legítimo que Lula? El expresidente colombiano Álvaro Uribe también tuvo actitudes populistas, así como en Italia el exprimer ministro Silvio Berlusconi reunía todas las características con el mismo resultado divisivo.
En realidad toda democracia tiene su componente populista, el problema empieza cuando se suministran dosis exageradas y se destruye la democracia misma como ha pasado en Venezuela bajo el chavismo.
Para el populismo de izquierda todos sus adversarios son fascistas. Todos, en el mismo saco. Para el populismo de derecha todos sus adversarios son socialistas o comunistas. Sin excepciones ni matices. O estás conmigo o estás contra mí.
Pero más allá de las personalidades de sus líderes, los populismos se parecen por el fenómeno social que provocan. Y en este punto hay que decir que sus adversarios tampoco son inocentes. Hacerle el juego al populista es una tentación muy grande y potencialmente autodestructiva. Venezuela es un buen ejemplo.
Lo que estamos viendo en Estados Unidos es inédito para ese país en los 233 años de vigencia de su Constitución, pero a los ojos latinoamericanos parece un libreto repetido con actores y escenario distintos.
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