Rosalía Castro se enteró del hallazgo el miércoles, por las noticias. Le cayó de sorpresa. «Enseguida», dice, «me pregunté por el número, lo de 36». Rumió si acaso no eran demasiadas fosas, si no las habían encontrado, ubicado, marcado, demasiado rápido. Sospechó. Pensó en la tierra de Veracruz, que «es toda arena». «No puedes guiarte por un hundimiento», subraya a este diario en una entrevista por teléfono. «¿Cómo lo hicieron, cómo detectaron 36 fosas tan rápido, cómo están tan seguros de que son fosas? ¿Fueron con los perros, con las varillas?».
Son solo las primeras preguntas que se hizo Rosalía, luego llegaron más, todas peores, más dolorosas. Vecina del Puerto de Veracruz, Rosalia, 64 años, delgada, mirada dura y voz bronca, busca a su hijo desde el 24 de diciembre de 2011, cuando desapareció cerca de Cardel, a las afueras de la ciudad. El hallazgo de las 36 fosas le ha hecho pensar que quizá esta vez sea la buena. Que quizá Roberto, su hijo, esté allí enterrado. «Por un lado te duele mucho, pero por otro lado qué bueno. Serían 36 tesoros más, ojalá los encontremos ahí».
Hasta enero de 2018, Veracruz contaba 343 fosas clandestinas, más que ninguna otra región en México. Desde entonces el número ha aumentado. El fiscal del Estado, Jorge Winckler, ha anunciado el hallazgo de más fosas desde entonces, como en septiembre pasado, cuando reveló la existencia de un predio con restos de 166 personas. O hace apenas unas semanas, en Río Blanco, cerca de Orizaba, en las faldas de un cerro. Hasta la fecha se han rescatado 16 cuerpos de allí.
El último caso ha sido el de las 36 fosas. Winckler, que compareció ante la prensa el miércoles por la tarde, evitó desvelar la ubicación exacta del terreno. Solo dijo que está en el centro del estado. El secreto duró sin embargo pocas horas. Un grupo de reporteros encontró el predio cerca de Cardel. Cuando llegaron después de un día de búsqueda, les sorprendió que no hubiera nadie vigilando. Que nadie custodiara las fosas.
Los reporteros querían comprobar si se trataba en efecto de un cementerio clandestino nuevo o si, por el contrario, era uno conocido y Winckler solo quería apuntarse una victoria. No era una cuestión baladí. En septiembre, familiares de desaparecidos criticaron al fiscal, acusándolo de que el predio de los 166 cuerpos lo conocían desde hacía un año. Que no era, en fin, nada nuevo.
Pero no, este es nuevo. Rosalía piensa que igual su hijo está allí porque es cerca de donde desapareció. Donde lo desaparecieron. «Un dia antes de que se llevaran a mi hijo, pasó otra situación igual en el mismo sitio. Cuando yo fui a denunciar a la fiscalía, estaba una investigadora, que me dijo, ‘mire, me llegaron los videos juntos del evento del 23 y del de su hijo, el día 24’. ¡Y para mi sorpresa es la misma banda!».
A su hijo se lo llevaron de un cajero en Cardel, dice. Y el día anterior se llevaron, igual, en el mismo sitio, a otra pareja. «¿A qué voy? Que a ella la encontraron en ese rumbo, muerta». Ese rumbo, el nuevo predio de 36 fosas.
El hallazgo de nuevas fosas pone el cerebro a funcionar. Por un lado duele, por otro qué bueno. Un pico de ansiedad, la condensación de la angustia. Lucy Díaz, compañera de Rosalía en la búsqueda, apunta: «son sentimientos dispares, desgarradores. Por un lado quieres acabar con la incertidumbre, la ansiedad, la desesperación. Y por otro, no es eso lo que quieres. La negación cohabita con la esperanza. Es que no podemos poner en palabras lo que sentimos».
A Lourdes Rosales, vecina del Puerto, el hallazgo le ha puesto a pensar. «Estoy triste, podría estar mi hijo ahí. Como [las fosas] son de 2013 y mi hijo es de 2013… Parece que la denuncia es de 2014, pero preguntando parece que eso funciona desde 2013», cuenta desde el otro lado del teléfono. El cálculo estremecedor de los años en que un trozo de bosque fue, en realidad, un matadero.
Winckler dijo el miércoles que llegaron al predio de las 36 fosas por las declaraciones de un detenido, acusado de la desaparición de una persona en 2014. Lourdes hizo sus cálculos. Su hijo desapareció en 2013, pero no está claro cuándo empezaron a usar el predio de cementerio. ¿Lo hacían en 2013? ¿Podría estar su hijo allí?
Una vecina de Cardel, compañera de las anteriores, dice: «Nosotros ya sabíamos de ese sitio. Somos de aquí de la zona. Estaba todavía calentito, todavía llegaba la gente esa ahí hasta hace poco». La mujer, que prefiere ocultar su nombre para no exponerse, se siente inquieta desde el miércoles. Más de lo habitual. No es el tiempo el objeto de sus cálculos, es el espacio. «Yo siento que ahí están», agrega, en referencia a su esposo y sus compañeros de trabajo, desaparecidos en enero de 2013. «La camioneta de ellos se la llevaron a El Arenal, rumbo a Cempoala. Pero luego los regresaron. Y por ahí hay un camino, Paso Doña Juana. Y por ahí pudieron haber llegado a ese lugar».
No ha sido la gran noticia de la semana en México. Se ha escrito sobre el hallazgo, pero no ha sido objeto de debate en las tertulias radiofónicas, ni ha ocupado espacio en las celebradas columnas de opinión de los diarios. Como si se diera por hecho que lo que ocurre ya ha ocurrido y seguirá ocurriendo. Como si no hubiera mucho más que contar que lo que ya se contado decenas de veces.
«Hay personas que dicen que nos hemos acostumbrado. Pero no, te pega», apunta Aracely Salcedo, vecina de Orizaba en una entrevista telefónica. Aracely busca a su hija, Rubí, desaparecida en 2012. Desde hace siete semanas trabaja buscando fosas en Río Blanco, en la ladera de un cerro a pocos kilómetros de su casa. «Te pones a pensar en qué condiciones podría haber llegado allí tu familiar. La saña con que le quitarían la vida. Ahí en Río Blanco hay árboles y los binomios —los perros— marcan las raíces de los árboles. Las raíces marcan el camino a las fosas y, a la vez, las raíces se están nutriendo de la persona».
Por cómo habla, Aracely parece acostumbrada a pensar esas cosas. A decirlas en voz alta. Pero una cosa es pensarlo, decirlo y otra cosa es vivir con ello. Y traerlo del fondo, del chapoteadero fangoso de sus pesadillas, cada vez que encuentran una fosa, un cuerpo embolsado, un cuerpo sin vida. «Ya se nos volvió parte del día», zanja.
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